miércoles, 11 de mayo de 2011

Vamos a lo de mamá

Los días de semana, sino todos, casi, cuando arañan las 13 horas y los jugos gástricos están en pleno piquete y quema de neumáticos, empiezan a escucharse algunas preguntas en la mesa de los pibes que, más allá de su formulación, versan acerca de lo más importante que puede pasar a esa hora del día: “¿A dónde vamos a comer?”

Las respuestas, que las más de las veces suelen volver con forma de pregunta, varían; pero también, no menos de una vez de cinco alguno de los pibes tira: “¿Vamos a lo de mamá?”

La primera vez fue hace, hoy, un año aproximadamente. Algún mediodía de abril o mayo, alguno tiró que alguien le había comentado que “por ahí, pasando el Club que hay en la rambla de Punta Gorda” había un grupo de pescadores que, además de vender el pescado fresco al público, ofrecían almuerzos.

“¿Un restaurante?”, respondió, con otra pregunta, otro.

Vamos y vemos.

Los pibes fueron, encontraron el lugar y, si, resultó tratarse de un grupo de pescadores: una familia. Entonces entraron.

Bajaron, en realidad, y desfilaron por el pasillo que lleva hasta el cuarto donde están las mesas, entre decenas de gatos que esperan que algo se caiga del mármol de la pescadería, más relajados de lo que uno se imaginaría y echados a ronronear en el concreto que el sol entibia.

Y comieron.

Cuando llegaron el lugar se llamaba “Don Ceriani”, nombre que sigue manteniendo para el público en general. Pero para ellos ya no era “Don Ceriani”, era “Lo de mamá”.

Porque es así, uno ahí come comida como la que cocina mamá. En “Lo de mamá” hay un menú o carta, que convida una oferta bastante clásica de platos completamente standard para un lugar que se encuentra en la rambla, yendo al este, a mano derecha (o sea, en el agua, casi): miniaturas, rabas, lomos de pescado, cazuela de mariscos, etc; pero también alguno más novedoso como el increíble gramajo de mariscos.

Estoy seguro que es lo que pide, cuando pasa por Montevideo, Neptuno todo poderoso Dios de todos los mares.

Pero, ¿qué pasa? Paola (de acá en más: “mamá”, hija del mismísimo Don Ceriani), no sólo cocina el pescado más fresco que pueda existir fuera del agua. No. Mamá TE lo cocina.

No tendría sentido que intente describir la fiesta de sabores que, en la simpleza, mamá logra en sus platos; “un fuego”, sentencia uno de los pibes al liquidarse la última miniatura y apurar el fondo de un 7 y 3, afuera en “el patio”, bajo un “techo” de cañas, a metros de la orilla del Río de la Plata en el cual, hace minutos, ese mismo pescado era pez.

Vale alguna consideración para que a nadie lo agarre en offside: aquellos a los que le importa más el plato (el elemento físico, el plato en sí), que la comida que espera sobre él: abstenerse.

Sin vueltas: el lugar es la parte de atrás de las casas de los pescadores, no un bolichito decorado estilo Cabo Polonio. Esto es de verdad. No hay caja registradora y el exterior de la pared del baño (con lavarropas activo en su interior), reza una máxima que, apostaría dinero, es algo así como la leyenda que se podría leer, de existir, en el escudo de armas de la famila: “No pago para tomar mate”.

“Don Ceriani” es un laburo, es el negocio de esta familia, es su restaurante, un lugar para ir a almorzar o cenar (o alquilar y hacer fiestas). Pero “Lo de mamá” es otra cosa.

Uno de los pibes, otro, tiene una teoría, nada complicada pero que nadie se anima a rechazar de plano: Mamá cocina con amor.

Voluntaria o involuntariamente, mamá le pone a sus comidas el esfuerzo y el empeño que aprendió de su familia, de su padre, de sus hermanos y cuñados, lo que se aprende cuando uno hace lo que ama y ama lo que hace: mamá le pone amor.

Y yo no puedo estar más de acuerdo.