lunes, 11 de agosto de 2008

Una y mil veces

Esta ciudad, que, le guste a quien le guste y le pese a quien le pese, es la mía, tiene, e históricamente ha tenido, sobre mi persona diferentes y randómicos efectos. Narcolépticos, histéricos, afables, risueños y, casi, casi que a menudo, incluso, apáticos. Entre otros, claro.

Y también diferentes manifestaciones.

En retornos como este que estoy hoy y desde hace estas 17 noches que hemos dormido juntos, su manifestación de cotidianeidad, de familiareidad, de sencillez sorpresiva, por ponerle un nombre, me agrada. Y me sirve también, ¿me explico? Me sienta bien. Como la rigurosa y milmétrica devoción que quema la pestaña del sastre por el afan en que persigue su arte, me cabe.

Adormece la forma que mi expresividad toma cuando el dolor y la Vena exigen hiper sensibilidades que no me vuelvan blanco, amorfo y tonto. Me retornan, incluso con cariño y tierno cuidado, a un estado de virginidad. Es agradable sentir el himen intacto. Saberlo íntegro. Ser nuevo.

Es que regresar es Virtud. Es genial.

Con aquí nunca me peleo, casi no me he peleado. Es que ya casi no peleo. Al menos no por cosas importantes. Es expectante que asisto a algunos escupitajos lejanos que eventualmente mi caracter y humor traicionero evidencian, como ampollas volcánicas que revienta en cámara lenta brotes de pus y lava y calor hormonal.

Como pequeñas luchas internas. Guerras sin contrincante, sin rival ni cuartel, ni armas que disparan no-municiones, sin muertes ni de casualidad. Como eventos a los que asisto, como invitado de honor, para aplaudir en primera fila, de pie, los evidentes resultados de mi magnífica transformación.

Aún a esta distancia de todo lo que falta, que es siempre y todo, se siente bien; se convierte en fundamental.

Por favor, no me sueltes la mano, ¿ta?

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