jueves, 14 de febrero de 2008

Retazo de una bitácora

"Miércoles 27 de junio, 2007; 16:00hs.

Anoche sobre las 23:00 llegué a Almería luego de dos días en Mojacar, dos días de agua, arena y sol. Básicos. Mojacar tiene forma de eso que quiero para mis últimos días. Palmeras que dan sombra y siestas deliciosas. No escribí porque morí inmediatamente en la cama. El sol y el agua cansan de una forma hermosa, parecida al sexo de horas, espasmódico.

Ahora estoy en un tren, un tren geriátrico. No abrí la boca en todo el viaje, salvo para comer mi desayuno a las 7:40. En tres horas me espera Mauro en Barcelona; en este preciso momento voy entre rocas y por encima, literalmente, del agua azul turquesa estúpidamente azul turquesa del Mar Mediterráneo. El cielo es un espejo.

Hasta ahora esto es alucinante. Es mucha cosa junta y ya asimilaré todo, o lo que pueda o sea necesario. Por lo pronto estoy real, física y mentalmente descansando, y esa sola sensación basta para alegrarme.

Voy miles de kilómetros recorridos. Creo que de alguna manera recorrer kilómetros es un buen baño para alguna parte muy importante de uno, una que solemos descuidar quedándonos quietos, mucho tiempo en el mismo lugar.

Quizás un día pueda comprender la importancia de la diferencia entre estar tranquilo y estar quieto. Eso espero. Por ahora, moverme me ayuda.

Este viaje pone muchas cosas en perspectiva. Quizás sea la relatividad en cuanto a lo cercano y lo lejano que adquieren muchas cosas, muchas personas. Ideas.

Mi vida puede estar a punto de tomar un giro bastante demencial, o por lo menos rumbearse determinantemente. Quiero hacerlo. Es algo que quiero hacer y que quiero disfrutar. Moverme ayuda. Este viaje me ayuda. Pero sólo me ayuda, porque pase lo que pase o deje de pasar va a depender sólo de mi. Y es algo que quiero disfrutar".

Acabo de encontrar eso. Estaba anotado donde lo dejé, en la pequeña libretita que la persona del corazón noble me regaló, y que ofició de diario/bitácora/compañero de viaje. 

Poco podía yo suponer que en esa Barcelona conocería a la mismísima luna rosada, la de Nick Drake, que dejaría atrás un París enfermo con el síndrome de la expectativa y un Morrison que no se despierta a recibir a las visitas; que Amsterdam o Dublín se convertirían en nuevos horizontes. Poco sabía, realmente, de los amigos que me acogieron, de los ojos sinceros, los oídos atentos que me recibieron detrás de cada puerta, en la vereda de en frente de la mesa de cada bar. 

A miles de kilómetros, a cientos de días, haciendo las paces con el almanaque, en medio de una tregua entre la pasión y la irrefutabilidad del tiempo, hoy, me encuentro en el mismo lugar. En el asiento de ese tren que me lleva a toda velocidad, de espaldas, a otro lugar. 

Viejos amigos, nuevos horizontes. Quién sabe. 

¿Quién necesita saber?

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